Gulliver
Gulliver viajaba en un velero durante muchos días, había navegado plácidamente hasta que, al
aventurarse por las aguas de las Indias Orientales, una violentísima tempestad
empezó a zarandear el barco como si fuera una cascara de nuez. Impresionantes
olas barrían la cubierta y abatían los mástiles con sus velas. Al llegar la
noche, una gigantesca ola levantó el barco por la parte de popa y lo lanzó de
proa contra el hirviente remolino entre un espantoso crujir de maderas y los
gritos de los hombres.
- ¡Sálvese quien pueda! (Gritó el
capitán).
No hubo ni tiempo de arrojar los
botes al agua y cada uno trató de ponerse a salvo alejándose del barco que se
hundía por momentos.
Empujado por el viento, cegado
por la espuma, Gulliver nadaba en medio de las tinieblas. Pasaba el tiempo y la
fatiga hacía presa en él.
“Mis fuerzas se agotan”, pensaba;
“no podré resistir mucho”
De pronto, notó que su pie chocaba
con algo firme. Unas brazadas más y se encontró en una playa.
- ¡Estoy salvado! (murmuró con
sus últimas fuerzas, antes de dejarse caer sobre la arena). Al punto, se quedó
profunda y plácidamente dormido.
Él no podía saber que había
llegado a Liliput, el país donde los hombres, los animales y las plantas eran
diminutos. Por otra parte, no había tenido tiempo de ver nada ni a nadie. En
cambio, los vigías de ese reino sí le vieron a él y corrieron a la ciudad para
dar la voz de alarma.
- ¡Ha llegado un gigante!
Inmediatamente todas las gentes
de Liliput se encaminaron hacia la playa, no sin temor. Llegaban despacito y,
desde lejos curioseaban al grandullón.
- Tenemos que impedir que nos
ataque (dijo un leñador). ¡Vayamos a por cuerdas para atarle!
En medio de una frenética
actividad, todos se dedicaron al acarreo de estacas y cuerdas. Luego rodearon a
Gulliver y empezaron a clavar las estacas en la arena con gran habilidad.
Seguidamente, treparon sobre su cuerpo y fueron realizando un trenzado de
cuerdas habilidoso y práctico, sujetando las cuerdas en las estacas.
El sol había empezado a calentar
cuando un viejecito que se apoyaba en un diminuto bastón, toco sin querer la
nariz del prisionero, que estornudó aparatosamente.
¡Que conmoción! Muchos hombres
salieron despedidos, otros emprendieron la huida. Gulliver notó que delgadas
cuerdas lo sujetaban y sintió algo que le pasaba sobre el pecho; dirigió la
mirada hacia abajo y descubrió una diminuta criatura con arco y flecha en las
manos y un carcaj a la espalda. No menos de otros cuarenta seres similares
corrían por su cuerpo.
En su prisa por huir, algunos
rodaron y se hicieron numerosos coscorrones. Muertos de miedo, los
liliputienses fueron a esconderse tras las rocas, los árboles o en las
madrigueras.
- ¿Qué es esto? (exclamó el
náufrago). ¿Quién me ha hecho prisionero?
Sin más que un pequeño esfuerzo
se incorporó, haciendo saltar las cuerdas. Y al observar de reojo el temor con
que se le contemplaba, fue incapaz de contener la risa.
Quizá porque le vieron reír y
porque no se levantaba, los liliputienses avanzaron un poquito hacia el extraño
visitante.
- Acercaos, no soy ningún ogro (dijo
Gulliver).
Pero se dio cuenta de que no le
entendían y fue probando con los muchos idiomas que conocía hasta acertar con
el utilizado en Liliput.
- Hola amigos…
Los liliputienses vieron en estas
dos palabras buena voluntad y se acercaron un poco más. Por otra parte, como
jamás habían visto gigante alguno, tampoco querían perderse el acontecimiento.
Pero el náufrago estaba
hambriento y, con su mejor sonrisa, dijo:
- Amigos, os agradecería que me
trajerais algo de comer.
Un poco por la sonrisa y otro
poco porque les convenía conquistar su favor, los hombrecillos le aseguraron
que iba a estar muy bien servido. Con gran presteza le presentaron una opípara
comida. Cierto que los bueyes de Liliput eran como gorriones para el visitante
y necesitó unos pocos para saciar su apetito. En cuanto a los barriles de vino,
se le antojaban dedales e iba despachando cuantos le servían con la mayor
facilidad.
Mientras comía, los liliputienses
se dedicaron a contarle su vida y milagros. Supo el viajero que estaban
gobernados por Lilipín I, rey justo y bueno y que por aquellos días se hallaban
en guerra con los enanos del país vecino. Esta situación les afligía mucho.
- ¡Mirad! (Anunció un enano
pelirrojo). Ahí llegan Sus Majestades.
En efecto, los monarcas, rodeados
de toda su corte, se acercaban deferentes, tras abandonar su lindo carruaje en
el que llegaron, curiosamente arrastrado por seis ratones blancos.
La reverencia con que Gulliver
recibió a los soberanos agradó mucho al rey Lilipín y extasió a la reina
Lilipina. Pronto el rey y el viajero entablaron una animada conversación.
Descubrió Gulliver que el monarca
era inteligente, pues le habló de las máquinas que usaban para cortar árboles y
arrastrar la madera, y de otros ingenios muy interesantes. También Lilipín
descubrió la valía del viajero.
- Veo que posees una gran
inteligencia, Gulliver, y espero que te agrade el favor que mis súbditos te
dispensan. Todos deseamos que te encuentres en Liliput como en tu propia casa.
- Estoy muy agradecido, Majestad (respondió
Gulliver, inclinándose).
- Ejem… Si alguien atacara tu
casa la defenderías. ¿No es así?
- Así es, Majestad, pero… no os
comprendo…
Entonces el soberano, con aire
doliente, explicó al visitante el problema que le había caído encima a causa de
su guerra con los enanos del país vecino. Y como Gulliver había cobrado
simpatía a los liliputienses, replicó:
- En este momento me considero en
mi casa, señor; por lo tanto, voy a defenderla. ¿Dónde están los enemigos de
Liliput, que desde ahora lo son míos?
En ese momento, a galope de un
caballo diminuto, se presentó un despavorido mensajero.
- ¡Majestad! (anunció, casi sin
aliento). ¡Sucede algo espantoso! La flota enemiga se está acercando a nuestra
isla, dispuesta a atacarnos.
El rey y Gulliver seguidos de
algunos cortesanos subieron a un montecillo desde el que se divisaba el
horizonte; sobre las olas pudieron descubrir cientos y cientos de diminutos
barcos, muy bien pertrechados, rumbo a Liliput.
- ¡No podremos hacerles frente! (se
lamentaban los liliputienses).
- ¡Acabarán con todos nosotros!
Gulliver, sereno y arrogante,
dijo:
- Tranquilos, amigos; permitid
que sea yo quien reciba a la flota. Os aseguro que van a conocer la derrota. Y
ahora id a refugiaos en el bosque y dejadme solo.
Ante el asombro general, le
vieron entrar en el agua y, sin más que alargar los brazos, fue apoderándose de
los barcos enemigos con sus enormes manos. Enseguida empezó a repartir los
barcos por sus ropas, como su fueran avellanas, con sus guerreros dentro. Se
llenó los bolsillos y, los que sobraron, los colgó de los botones de su levita
y hasta puso alguno en los lazos de los zapatos. Regresó luego a la playa y fue
colocando los barquitos en hilera. Bien dispuestos ya y plantado ante ellos,
Gulliver exigió:
- ¡Ríndanse si no quieren
perecer!
Naturalmente, más muertos que
vivos, los enemigos de Liliput se rindieron como un solo hombre.
Viendo tamaña maravilla, después
de lo mucho que aquella guerra le había hecho sufrir, Lilipín I, con la voz
rota de la emoción, gritó:
- ¡Viva el gran héroe Gulliver!
Las gentes, delirantes de
entusiasmo, atronaron la playa con sus aclamaciones. Los más ancianos abrazaban
a sus hijos, que ya no tendrían que enzarzarse en guerras, puesto que el
enemigo estaba vencido. Las mujeres lloraban y reían a un tiempo.
Seguidamente, en medio de un gran
ceremonial, el soberano nombró a Gulliver generalísimo de sus ejércitos.
- Agradezco el honor, Majestad,
pero creo que no vais a necesitar más generales. El enemigo está vencido y
espero que vuestras guerras hayan terminado para siempre.
- ¿Y que importan las guerras
teniéndote a tí como aliado? (replicó el monarca, un tanto fanfarrón).
- Sólo seré vuestro aliado si
devolvéis la libertad a los prisioneros. Su rey os dará palabra de no volver a
atacaros.
Así sucedió y los dos monarcas
firmaron una paz duradera y hasta intercambiaron regalos. Luego, el propio
Gulliver puso los barquitos en el agua, con sus tripulaciones dentro y despidió
la flota vencida agitando su mano.
- Es un poco raro el gigante (pensaba
el rey Lilipín I), sin comprender del todo tanta generosidad.
- ¡Qué gesto tan elegante! (dijo
Lilipina con un largo suspiro, aludiendo a la generosidad del vencedor).
Honrado, aclamado y querido,
Gulliver pasó en Liliput varios años. El pueblo entero había colaborado en construirle
una gran casa con todas las comodidades. Sin embargo, el viajero sentía
nostalgia de su patria y de su familia. Por otra parte, comprendía que con él
allí, las provisiones de los liliputienses corrían el peligro de acabarse, pues
comía el solo tanto como el país entero.
Un día le habló al monarca con
toda sinceridad, manifestando su nostalgia.
- ¡Oh, como siento que no quieras
quedarte para siempre, Gulliver!
La reina Lilipina, que era aguda,
preguntó con una sonrisa:
- ¿Te irás andando, Gulliver?
- Sabéis que eso es imposible,
señora. Pero algún día puede llegar un barco…
Con frecuencia atisbaba el
horizonte desde un montículo y cierto día apareció el ansiado barco no lejos de
la costa y el viajero le hizo señales para que se aproximara.
El velero se acercó a la playa y
Gulliver se despidió de sus amigos.
Los reyes y el pueblo entero le
entregaron regalos, todos diminutos, pero muy apreciados por el viajero. Con
verdadero afecto estuvieron en la playa, agitando sus manos, hasta que vieron
la silueta graciosa del velero perderse en la lejana bruma.
FIN
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