El flautista de Hamelín
Había una vez un precioso pueblo llamado Hamelín. En él se
respiraba aire puro todo el año puesto que estaba situado en un valle, en plena
naturaleza. Las casas salpicaban el
paisaje rodeadas de altas montañas y muy cerca pasaba un río en el que sus
habitantes solían pescar y bañarse cuando hacía buen tiempo. Siempre había
alimentos de sobra para todos, ya que las familias criaban ganado y plantaban
cereales para hacer panes y pasteles todo el año. Se puede decir que Hamelín
era un pueblo donde la gente era feliz.
Un día, sucedió algo muy extraño. Cuando los habitantes de
Hamelin se levantaron por la mañana, empezaron a ver ratones por todas partes.
Todos corrieron presos del pánico a cerrar las puertas de sus graneros para que
no se comieran el trigo. Pero esto no sirvió de mucho porque en cuestión de
poco tiempo, el pueblo había sido invadido por miles de roedores que campaban a
sus anchas, calle arriba y calle abajo, entrando por todas las rendijas y
agujeros que veían. La situación era incontrolable y nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, el alcalde mandó reunir a todos los habitantes
del pueblo en la plaza principal. Se subió a un escalón muy alto y gritando,
para que todo el mundo le escuchara, dijo:
– Se hace saber que se recompensará con un saco de monedas de
oro al valiente que consiga liberarnos de esta pesadilla.
La noticia se extendió rápidamente por toda la comarca y al
día siguiente, se presentó un joven
flaco y de ojos grandes que tan sólo llevaba un saco al hombro y una
flauta en la mano derecha. Muy decidido, se dirigió al alcalde y le dijo con
gesto serio:
– Señor, vengo a ayudarles. Yo limpiaré esta ciudad de
ratones y todo volverá a la normalidad.
Sin esperar ni un minuto más, se dio la vuelta y comenzó a
tocar la flauta. La melodía era dulce y maravillosa. Los lugareños se miraron
sin entender nada, pero más sorprendidos se quedaron cuando la plaza empezó a
llenarse de ratones. Miles de ellos rodearon al músico y de manera casi mágica,
se quedaron pasmados al escuchar el sonido que se colaba por sus orejas.
El flautista, sin dejar de tocar, empezó a caminar y a
alejarse del pueblo seguido por una larguísima fila de ratones, que parecían
hechizados por la música. Atravesó las montañas y los molestos animales
desaparecieron del pueblo para siempre.
¡Todos estaban felices! ¡Por fin se había solucionado el
problema! Esa noche, niños y mayores se pusieron sus mejores galas y celebraron
una fiesta en la plaza del pueblo con comida, bebida y baile para todo el
mundo.
Un par de días después, el flautista regresó para cobrar su
recompensa.
– Vengo a por las monedas de oro que me corresponden – le
dijo al alcalde – He cumplido mi palabra y ahora usted debe cumplir con la suya.
El mandamás del pueblo le miró fijamente y soltó una gran
carcajada.
– ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Estás loco? ¿Crees que voy a pagarte un
saco repleto de monedas de oro por sólo tocar la flauta? ¡Vete ahora mismo de
aquí y no vuelvas nunca más, jovenzuelo!
El flautista se sintió traicionado y decidió vengarse del
avaro alcalde. Sin decir ni una palabra, sacó su flauta del bolsillo y de nuevo
empezó a tocar una melodía todavía más bella que la que había encandilado a los
ratones. Era tan suave y encantadora, que todos los niños del pueblo comenzaron
a arremolinarse junto a él para escucharla.
Poco a poco se alejó sin dejar de tocar y todos los niños
fueron tras él. Atravesaron las montañas y al llegar a una cueva llena de
dulces y golosinas, el flautista les encerró dentro. Cuando los padres se
dieron cuenta de que no se oían las risas de los pequeños en las calles
salieron de sus hogares a ver qué sucedía, pero ya era demasiado tarde. Los
niños habían desaparecido sin dejar rastro.
El gobernante y toda la gente del pueblo comprendieron lo que
había sucedido y salieron de madrugada a buscar al flautista para pedirle que
les devolviera a sus niños. Tras rastrear durante horas, le encontraron
durmiendo profundamente bajo la sombra de un castaño.
– ¡Eh, tú, despierta! – dijo el alcalde, en representación de
todos – ¡Devuélvenos a nuestros chiquillos! Los queremos mucho y estamos
desolados sin ellos.
El flautista, indignado, contestó:
– ¡Me has mentido! Prometiste un saco de monedas de oro a
quien os librara de la plaga de ratones y yo lo hice gustoso. Me merezco la
recompensa, pero tu avaricia no tiene límites y ahí tienes tu merecido.
Todos los padres y madres comenzaron a llorar desesperados y
a suplicarle que por favor les devolviera a sus niños, pero no servía de nada.
Finalmente, el alcalde se arrodilló frente a él y
humildemente, con lágrimas en los ojos, le dijo:
– Lo siento mucho, joven. Me comporté como un estúpido y un
ingrato. He aprendido la lección. Toma, aquí tienes el doble de monedas de las
que te había prometido. Espero que esto sirva para que comprendas que realmente
me siento muy arrepentido.
El joven se conmovió y se dio cuenta de que le pedía perdón
de corazón.
– Está bien… Acepto tus disculpas y la recompensa. Espero que,
de ahora en adelante, seas fiel a tu palabra y cumplas siempre las promesas.
Tomó la flauta entre sus huesudas manos y de nuevo, salió de
ella una exquisita melodía. A pocos
metros estaba la cueva y de sus oscuras entrañas, comenzaron a salir decenas de
niños sanos y salvos, que corrieron a abrazar a sus familias entre risas y
alborozos.
Era tanta la felicidad, que nadie se dio cuenta que el joven
flautista había recogido ya su bolsa repleta de dinero y con una sonrisa de
satisfacción, se alejaba discretamente, tal y como había venido.
FIN
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